Todo nada
TERCIO DE BANDERILLAS
Espadas de oro caen de las celosías de junco afeitando tu espalda canelaK hasta morir hasta tus pies blancos como témpanos. Del respaldar prendido, tu sostén mece sus cúpulas vacías al ritmo de las palas del techo, mientras que con el muslo aprisionas la seda azul de tu cubre-sexo y que el vestido a cuadros que te regalé se desliza al pie de la cama. Librada de toda traba, duermes, duermes y gozas la tibieza del aire que ola tras ola acaricia tu piel. Apoyado en el quicio de la puerta, me quedo admirándote, colmando los ojos minutos que son horas con tu sudorosa pulpa de fresca guanábana. Entonces con un giro pachorro ofreces a mi aojada vista el brillo azabache del deslumbrante sol de tu mar de plata; y siento calor, y siento tensión. Rienda suelta, mi mente galopa, te vuelves potra, arden las sienes, se enfurece la sangre, estallan los capilares, cuando sigiloso me acerco. De repente, cruje la madera que piso y me sorprendes petrificado en medio del cuarto, sonriéndome en tu desvelo, mientras púdicamente sin pensar con un pico de sábana cubres la alondra de mi fascinación. De una zancada me avanzo, buscando esos labios que niegas, plantándome un beso de tórtola, brusco pero tierno, sobre la redonda desnudez de mi hombro. Con puñales en el empeine, sentado en la cama, espaldas caídas, sigo mirando como, ligera, te vas vistiendo y te alistas para traer el mandado antes que cierren la tienda.
Ya solo en el cuarto recuerdo aquel hombre del Norte, condenado, por violar a su mujer.
TERCIO DE MULETA
Tuerto de fulgor, el día, modorro como una pera, en la crudeza del aire estira sus horas de vigilia. Mientras párpados caídos, una frazada espanta tamitos fugitivos, sobre una silla reza, humillado, un vestido. Sumida en la cama, una mujer duerme, inerme, vulnerable, hermética, envuelta en franela, bochorno y soplo, viva incógnita de arrabales nocturnos, recusante, fascinante. Bañado en luna, con su mano siniestra, el hombre a su lado indaga, suavemente, la resistencia de los materiales que cubren su deseo y lo invade el desaliento. Perdido en el raso de los muslos, busca el desvelo de su aletargado crúor, tensando la cimbra de dos dedos, fraguando saeta, mas sólo alcanza a cosechar murmullos enfurruñados. En tanto se aleja un autobús trasnochado, fervoroso, el hombre se arrodilla ante su capilla, dispuesto a celebrar la eucaristía de sol y sombra, sal y sangre.
Rajada como un fruto maduro, anuente, la mujer se deja arrastrar en un baile, extenuante, paroxístico, fúnebre. De pronto, el hombre siente en la barbilla los aletazos de una nubada de grajas, se yergue impulsado por el destello, como esperando la ovación y recibe tal un bofetón el silencio del ruedo. Entonces, tetanizado, rueda hecho un ovillo, cuando, dolida como un toro malherido, la mujer –marchita la faena– se alza y con su paño enjuga las claras de su hastío.
Lapidaria, dos días más tarde, con letra menuda, a su diario confía:
Los maridos son los peores amantes.
Kategoriat: Runo, riimi tai pieni tarina
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